Hace ya muchos años que hemos dejado de entender la palabra viajar como se concebía en la anterior generación, como lo que significaba para nosotros de muy jóvenes. Viajar ya no es exactamente sinónimo de disfrute, de ocio, de escapar de lo cotidiano o del trabajo. Viajar está cada vez más asimilado precisamente a esto último, a trabajo, a cotidiano. Si viajar era moverse lo más posible para ver y tratar de entender lo diferente, para comprobar las dimensiones y la variedad del mundo en el que nos tocó vivir, en la actualidad la acción viajera tiene, y en adelante seguirá teniendo, significados muy diferentes.
La mente humana es experta en presentar una idea complicada, combinarla con otras ideas para formar un todo más complejo, empaquetar ese todo en un artefacto aún mayor, combinar este con otras ideas y así sucesivamente. Pero para ello necesita el aporte constante de nuevas perspectivas y ensambladuras que sólo pueden provenir de una red formada por otras mentes. Otras mentes, otras maneras de innovar, de producir, otras variables creativas, que se encuentran mucho más allá de donde nacimos. Universos (culturales, tecnológicos) diferentes con los que tenemos que conectar por necesidad, para vender o para producir conjuntamente, o para crecer y aprender.
Trabajar en el extranjero es el reto de comprender lo diferente y el del aprendizaje humilde, sin límite. Olvidemos que como en casa no comemos en ningún otro sitio. Cada vez más nuestra oficina virtual, pero también la real va a ser cualquier lugar del mundo. Cada uno, con nuestra distinta procedencia intelectual, formación o influencias, viajamos a lugares en los que la tarjeta de presentación es únicamente nuestro talento y en los que el trabajo consiste en aportar lo mejor de nuestros conocimientos con flexibilidad para adaptarnos a otro entorno.