UNIVERSO PARALELO

Hace muy poco, estando en España, iba conduciendo y me crucé conmigo mismo. Fue un instante muy intenso, de esos momentos raros, entre la paramnesia y la alucinación, en los que dudas de si estás viviendo algo real o tu imaginación se te ha vuelto en contra, inquietante pero a la vez agradable. Estaba algo más delgado y era mucho más joven, era, evidentemente, joven. Conducía mi primer coche. Mejor dicho, conducía el coche de mi padre que fue el primer coche que conduje en mi vida. Era blanco y un modelo de los que hace mucho que dejaron de existir. Al verme, me sentí atravesado por un huracán que arrastraba infinidad de recuerdos desordenados. Aunque podría estar flotando a dos metros del suelo, no me salí de la carretera e incluso, al de poco, llegué a mi destino pero, eso sí, sin poder recordar cuál había sido el itinerario. Llevaba otras gafas, una de mis camisas favoritas y se me veía contento, la música sonaba a gran volumen y pensé que, aunque era yo mismo, me gustaría cambiar de coche y ser él. Llámalo nostalgia pasajera. Todos somos un poco lo que fuimos, o un mucho, según la temporada. Y a veces lo somos más y a veces menos. Unas veces para bien y en otras…

Era estudiante, eso estaba bien, y practicaba aquello que se llamaba “veraneo” durante tres meses: inmejorable. También lo de “carpe diem”: una playa, un río, unos amigos, las bicis, fiestas, paseos,…si había sol, bien, si llovía, pues a otra cosa. Tiempos apacibles aquellos.

Después de este cruce conmigo mismo o con mi yo del universo paralelo (“Fringe”), tras esta experiencia al borde del expediente X, me pregunté ¿qué queda de aquel chico? ¿qué es lo que el tiempo ha mantenido como una de mis señas de identidad? Di la vuelta para intentar seguir a aquel coche, o sea, a mí mismo, y según me acercaba, fui aterrizando en la realidad mientras me daba la risa.  Debe ser precisamente esta capacidad imaginativa para pasar de este mundo al otro lado con tanta facilidad, el verdadero amuleto que conservo de mi juventud.

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